historia reciente de la economía popular

La economía popular tuvo un vertiginoso crecimiento a raíz de la hecatombe material provocada por los sucesivos fracasos gubernamentales y el enflaquecimiento definitivo del mercado laboral. Pero diciembre de 2023 marcó el cierre de una etapa política para las organizaciones. Entre una previa desconexión con sus representados y ahora una batalla desatada desde el Estado, la reinvención se torna urgente.
«Si te metés con los planes sociales y las organizaciones piqueteras estalla la Argentina”. Esta máxima de la política, forjada durante el interinato de Eduardo Duhalde (2002/2003), frente a la rebelión popular de diciembre de 2001, llegó a su fin. Javier Milei masacró el más masivo plan social destinado a trabajadores informales —el Potenciar Trabajo—, puso en vereda a los movimientos y la conflictividad fue ínfima. Así como otras máximas (“Si la tocan a Cristina qué quilombo se va a armar”) se revelaron como consignas de papel que empoderaron a la ultraderecha en la previa al triunfo electoral, esta otra se mostró como una ficción inactiva que el Gobierno expuso sin contemplaciones.
La consecuencia más coyuntural, palpable, ha sido la licuación de los ingresos económicos de los 1.270.028 de beneficiarios, a quienes se les congeló el monto que perciben (ganan lo mismo desde diciembre de 2023: 78 mil pesos) y se les puso undeadlinede 24 meses hasta el cese definitivo del cobro. Se suma el desfinanciamiento de obras de infraestructura y la negativa a repartir alimentos en los comedores.
Desde la aprobación parlamentaria de la Ley de Emergencia Social en diciembre de 2016, durante el esplendor del gobierno de Mauricio Macri, hubo una reforma sustancial lograda por las orgas de la economía popular con apoyo de la CGT: los planes sociales pasaron a denominarse salarios (sociales complementarios), a calcularse como el 50% del Salario Mínimo, Vital y Móvil (SMVyM) y a actualizarse automáticamente cada vez que este último aumentaba. Se sumó otro punto de quiebre: las orgas se transformaron en Unidades Ejecutoras, es decir, pasaron a tener potestad para dar altas y bajas de beneficiarios, controlar la asistencia y el funcionamiento de los microemprendimientos.
Todo ese audaz rediseño de la arquitectura institucional, implementado en una administración de derecha, fue eliminado de un plumazo por la extrema derecha, dejando en claro que supo tomar nota de las dependencias que provocaban esas concesiones políticas, legislativas, presupuestarias y de gestión. Y lo más inquietante: el Gobierno tiene la certeza de que ya no resulta necesario para vincularse, contener y organizar el mundo popular.
Si el retroceso político es tan resonante se debe a los niveles de empoderamiento que supo conseguir este sector desde la fundación en 2011 de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), la estructura más ambiciosa, con mayor cantidad de representados y que absorbía el grueso de los recursos estatales: pasaron —como dijimos— de percibir planes a gestionarlos en 2016, para después directamente, durante el gobierno de Alberto Fernández (2019/2023), ser los funcionarios responsables de la Secretaría que controlaba a los que los gestionaban. En términos cuantitativos: en diciembre de 2015 percibían buena parte de los 207 mil planes que dejó activos Cristina Fernández; en 2019, ya gestionaban la mayoría de los 551 mil que incrementó Mauricio Macri; y en diciembre de 2023 se retiraron habiendo administrado desde el Gobierno casi 1.300.000.
La hipótesis central que desarrollaremos es la siguiente: la ultraderecha zanjó a los golpes una conflictiva paradoja que sostenían las orgas en su vida interna desde hace casi una década: al mismo tiempo que sus estructuras, su poder económico y su capacidad de injerencia en las políticas sociales crecían a paso redoblado, en los territorios padecían una crisis histórica frente a la consolidación de nuevas autoridades —como el poder narco— que comenzaron a complicar e incluso a impedir sus labores históricas. En 2024 (esta es la novedad) la crisis ya fue por abajo y también por arriba. La guerra paraestatal se sigue expandiendo sórdidamente en las barriadas y ahora, en simultáneo, se despliega desde la cúpula del Estado.
máquina narrativa
La CTEP se transforma en la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP) en 2019. Cambia ligeramente el nombre porque ingresan tres organizaciones con las que ya articulaban en las calles: el Frente Popular Darío Santillán, la Corriente Clasista y Combativa y Barrios de Pie. Antes estaba integrada por una miríada de agrupaciones pequeñas y fundamentalmente por el Movimiento Evita y el Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE). El objetivo prioritario, sin embargo, se mantuvo inalterable: dar a luz un sindicato inédito, integrado únicamente por trabajadores populares (léase: informales), y entrar en la CGT. Para ello desplegaron una formidable máquina narrativa (libros, cuadernillos, conferencias, paneles televisivos, etc.) con una teoría y un programa propio que supo delimitar un sector ya preexistente, aunque caracterizado por sus dirigentes como disperso, y empujó a los claustros universitarios a conceptos como “economía social” o “economía social y solidaria”. Así surge la economía popular tal como la entendemos hoy. Esta máquina narrativa —cuyos portavoces preponderantes son Emilio Pérsico y Juan Grabois— emprende una virulenta batalla cultural contra entidades externas (investigadores académicos, periodistas, gobernantes, sindicalistas) que pretendieron narrarla con categorías propias y, en ciertos casos, descalificarla. El éxito fue tal que el concepto “economía popular” se convirtió prontamente en terminología estatal y pregnó en la propia conversación pública.
El segundo objetivo rupturista de la UTEP es que no pide planes ni empleo. Reclama salarios. Y lo consigue: entre 2016 y 2023 fue la mitad del SMVyM, abonada por el Estado, a los fines de complementar los ingresos económicos de una larga lista de excluidos del mercado de empleo formal e informal. El diagnóstico de base fue lúcido y valiente. La estructura del mercado laboral, afirma la UTEP, no hace más que achicarse y eso ya no tiene retorno. No habrá más empleo en blanco para nuestros representados. Su lectura enfrentó sin tapujos las falsas expectativas que todavía sembraba el kirchnerismo aun cuando ya sabía que su modelo de inclusión laboral (5 millones de empleos registrados) había crujido con la crisis financiera internacional de 2008 y finalmente muerto en el inicio del segundo gobierno de Cristina Fernández de Kirchner (CFK). Pero también se paró de manos con sus camaradas del trotskismo que todavía se ilusionan con el trabajo industrial y trató de seducir (con poca fortuna) a las centrales sindicales que solo visualizan trabajadores si les muestran un recibo de sueldo.
con fórceps
La secuencia histórica parte en 2002, en medio de una radicalización de la autoorganización social y las luchas callejeras, cuando se crea el Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados, el más masivo de este siglo (2.095.265 de beneficiarios). Su concepción de los sin empleo, vale mencionar, era falaz. Se los caracterizaba como sujetos pasivos, inactivos, que había que poner en actividad. Nada de eso ocurría. Eran personas, familias, colectivos, moviéndose y creando rebusques para vivir en medio de la hecatombe provocada por la economía de mercado y la crisis de representación. Siete años más tarde, CFK lo elimina y crea el Programa de Inclusión Social con Trabajo, que impone la obligación de organizarse en cooperativas para percibirlo. Allí el Gobierno abandona la noción de “desocupado” para nombrar planes. Así lo presentaba en 2009: “Las cooperativas de trabajo son una forma de participación social en la cual se privilegia el trabajo colectivo por sobre el esfuerzo individual. Promover estos espacios de organización en la comunidad es un modo de empezar a generar autonomía y organización popular. Es importante destacar que este Programa no es comparable a un plan de ingresos como el Plan Jefas y Jefes de Hogar”. El kirchnerismo se diferenciaba tajantemente del duhaldismo y utilizaba una terminología política propia de las organizaciones piqueteras o de cualquier otra en la fase previa a 2003 (“trabajo colectivo”, “autonomía”, “organización popular”). A este tipo de cooperativismo, impuesto desde el Estado, se lo llamó forzado. El Gobierno, cuando se topó con su techo, recurrió a un dosmilunismo tardío —que antes leyó como pura descomposición social—, exigiendo que se retomara la autoorganización colectiva.
La CTEP/UTEP da un paso más cuando directamente propone la eliminación de los planes y su reemplazo primero por salarios sociales complementarios para después, en una segunda etapa, sumarle derechos laborales plenos. Obtuvo en 2016 los salarios, que consisten en una transferencia condicionada (dinero a cambio de labores) que no incluyen el pago de vacaciones, aguinaldo, obra social (salvo la derivada del monotributo social), ART, etc. Segunda hipótesis: si el kirchnerismo fuerza la autoorganización colectiva entre los excluidos crónicos (y sus orgas) cuando el cooperativismo informal, desde abajo, ya estaba en retirada entre los sectores populares, las orgas fuerzan al Estado con un intento de asalarización de esa misma población que no solo no tiene expectativas de derechos del trabajo, sino que no los desea. Únicamente pretende ingresos.
La UTEP lee el mercado laboral con ojos del siglo XXI, pero impone una solución del siglo XX (salario + derechos laborales) para quienes ya están atravesados (como el resto de las clases sociales) por el deseo emprendedorista, hiperindividualista y las fórmulas financieras. De allí el pavor cuando, por ejemplo, los repartidores de las aplicaciones se movilizaron en 2023 para rechazar la regulación de sus laburos que pretendía aprobarse en la Legislatura bonaerense. O más atrás, cuando —en 2007 o 2008— los jóvenes ingresantes de las empresas recuperadas se negaban ante los obreros fundadores a ser socios de las cooperativas, con plenos derechos, porque no querían perder la percepción de planes sociales o porque lo concebían tan solo como un trabajo transitorio.
la licuadora
En el gobierno de Macri hubo dos polos en pugna en torno a la economía popular. Uno, integrado por sus principales figuras, que temían posibles estallidos sociales. “Les daba pánico los movimientos. Lo que más le aterraba a Caro[lina Stanley] era un muerto en la puerta del Ministerio”, relata un integrante del gabinete de la exministra de Desarrollo Social (2015/2019). Y había otro sector, antagónico, integrado por especialistas en economía social, quienes pretendían financiar únicamente a emprendimientos capaces de sobrevivir en el mercado, condición que no cumplían ni remotamente las cooperativas de subsistencia forzadas durante el kirchnerismo. El primer polo se impuso, lo que redundó en la concesión permanente hacia los movimientos, en especial hacia la CTEP, que creció vertiginosamente, por encima de cualquier otro.
Milei barrió de entrada uno de los principales consensos que dejaron el 2001 y la masacre del Puente Pueyrredón en 2002 (“Meterse con las orgas es sinónimo de estallido social”). No es casualidad que Matías Kelly, secretario de Economía Social y protagonista del segundo polo en pugna dentro de aquel gobierno macrista, sea uno de los principales asesores de Sandra Pettovello en Capital Humano. De buen vínculo con los movimientos, Kelly, sin embargo, fue un férreo impulsor (frustrado) de una reforma integral de los planes, lo que incluía terminar con la intermediación. “Yo creo que haber manejado programas de transferencia las terminó perjudicando, lastimando, fue perjudicial para las orgas”, dice hoy un exintegrante de su equipo. Kelly es el impulsor de la estrategia oficial de priorizar la transferencia directa a través de la Asignación Universal por Hijos y la Tarjeta Alimentar. “Milei aumentó esas transferencias directas un 500%, es una locura, nadie lo había hecho”, afirma orgullosa una funcionaria de Pettovello.
Hasta el momento, el Potenciar Trabajo sufrió las siguientes reformas: 1. Se eliminó el modo de calcularlo. Ahora depende del Poder Ejecutivo. Se mantuvo la cantidad de beneficiarios (1.270.000 personas), con porcentajes de bajas mínimas, habituales, pero se decidió licuarlo congelando los ingresos (78 lucas). 2. Las orgas ya no son más unidades ejecutoras, por lo que no dan altas, ni bajas, ni controlan la asistencia. A esto refiere la festejada desintermediación. 3. Se lo desdobló en dos líneas: el Programa de Acompañamiento Social (PAS) para mayores de cincuenta años y mujeres con más de cuatro o más hijos. Y el Plan Volver al Trabajo para personas de entre 18 y 44 años, que incluye a la mayoría de los titulares (más de 900 mil), a los que se les otorga capacitación y orientación para la búsqueda de empleo.
El Gobierno, asegura la funcionaria de Pettovello, tiene la decisión de fortalecer el PAS para abordar la pobreza extrema pero no así el Volver al Trabajo, que incluye a casi un millón de personas. La ministra no cede en su maníaca guerra contra las orgas, sin importarle si en el camino hiere a quienes —como ella asegura— antes rechazaban a “los piqueteros pero estaban obligados a obecederles para obtener un plan”. Los movimientos ya no intermedian en los planes pero igual se licúan sus montos para poder liquidarlos. Su mesa política se ampara en que Duhalde hizo lo mismo con el Plan Jefes y Jefas.
guerra social
“Estos tipos están dispuestos a que no haya paz social. La idea es romper organización y cuando vos rompés organización de base lo que se va a incrementar es la violencia. Para mí faltó consolidar la organización en los barrios. Pero no es que faltó porque somos unos inútiles sino porque los tipos te la van rompiendo. Te van instalando el individualismo. Te van comiendo y vos te das cuenta hasta ahí. Y después hay una diferencia en cómo se vivía hace veinte años en los barrios y cómo se vive ahora, en donde hay una presencia muy fuerte de las redes, que es una participación absolutamente individualista. Entonces hoy lo colectivo [es un problema]. Entre el discurso oficial y lo que ya venía pasando, porque esto lo vimos antes, no es que no veíamos que pasaba, pero no le encontramos la vuelta porque todas las formas de organización tradicional —sindicato, barrial— necesitan que la gente participe, que venga…”. Así resume los desafíos del sector Esteban “Gringo” Castro, dirigente del Movimiento Evita y exsecretario general de la CTEP y de la UTEP entre 2011 y 2023.
Su claridad nos permite retomar nuestra hipótesis central. El pasaje sería desde las redes comunitarias gestadas en el ciclo de luchas de los noventa a una progresiva —y ahora consolidada— descomposición social y no solo de las redes militantes, a raíz del avance de la digitalización, de las economías ilegales y de la privatización general de las vidas.
Gastón “Bata” Reyes, referente territorial del MTE, analiza: “Cuando pegás y ganás, pegás y ganás y conseguís recursos, la gente dice: ‘Estos pegan y ganan, bueno, vamos ahí’. Y después cuando pegás y ya no ganás dicen: ‘Bueno, no sé’. Entonces ahí es donde entra nuestro espacio ciego, donde no le vamos a poder discutir al narcotráfico, a pelearle nosotros los compañeros porque no tenemos la fuerza que tienen ellos. Y sobre todo con el mensaje que hay en contra de las organizaciones sociales y el bombardeo continuo más allá de que la doña que se lleva el plato de comida a la noche lo recibe en el comedor. A mí me llegó un mensaje hoy. No sé de dónde sacaron mi contacto, pero era de YouTube, me ofrecían trabajar. ‘Si hacés este movimiento acá ganás 3000 pesos’”.
Si en los noventa, con la expansión definitiva del neoliberalismo, se produce la gran crisis de las instituciones estatales —familias y escuelas, por ejemplo— porque hacían agua frente a los nuevos sujetos, en especial las infancias y las juventudes atravesadas por los medios de comunicación tradicionales y el consumo, en la segunda década del nuevo siglo entran en crisis las organizaciones no estatales que habían emergido masivamente para asistirlas o reemplazarlas reinventando lazos sociales quebrantados por el mercado. En la última década y media, familias, vecinos, familiares de los propios militantes protagonizaron un éxodo interno, primero silencioso, después a la luz del día, para vincularse, en mayor o menor medida, con el entramado del narcomenudeo y encerrarse (como el conjunto social) en las posibilidades que inaugura el mundo digital y financiero. Entre la militancia nos topamos con una crueldad sin precedentes para resolver las disputas, se volvieron enigmáticas y pronto indescifrables las nuevas camadas de pibes como antes les pasaba a las vetustas instituciones estatales. Todo eso redundó en una progresiva pérdida de ascendencia y en la incipiente dificultad ya no solo para aglutinar sino para caminar los barrios partidos en zonas signadas por los enfrentamientos. Se suma una imparable economía popular surgida del derrame de los mercados ilegales que se agencia con la postulada por la UTEP. Esta combinatoria —mortífera y a la vez vital— permitió bancar la parada a las familias y a los pibes mientras los dejaban tirados gobiernos progresistas y de derecha.
Este retroceso en las periferias ocurría a la vez que las organizaciones más grandes de la economía popular crecían como nunca y ocupaban el centro de la escena política: aumentaban exponencialmente los recursos estatales que administraban, su influencia y luego su inserción en los gobiernos, la relación con los sindicatos tradicionales y la visibilidad de sus teorías. Esta contradicción es la que cancela sin anestesia la ultraderecha.
“Nosotros cuando empezamos la CTEP dijimos: ‘Todo el mundo labura y nosotros necesitamos salario social para todo aquel que no está registrado’. (…) Pero para mí lo que ya estaba pasando es que se descomponía la organización. Faltaba identificar claramente quiénes son los que se la llevan [las riquezas], mayor debate, mayor discusión, más cantidad de cuadros. Profundización de la organización de los barrios, y por otro lado tenés a la CGT que es la profundización de la lucha salarial”, analiza el Gringo Castro, quien ubica a la pandemia como el último acontecimiento que propició la desconexión entre la militancia y sus representados.
El conflicto de fondo que sale a la luz cuando el Gobierno desata una cacería (judicial, mediática, política, digital) contra las orgas es el siguiente: su modelo sindical, su universo de sentido, del siglo XX, ya se veía fuertemente interpelado y/o impugnado por un mundo popular del siglo XXI, que ya tenía su propio universo simbólico, modulado por el mercado financiero, la digitalización y las narrativas de superación ultraindividualistas y emprendedoristas. Se agrega, en el caso de la UTEP, la pérdida de legitimidad por su activa participación en el gobierno del Frente de Todos.
“Alberto Fernández quería paz social. Macri, o su grupo, también, aunque es nuestro enemigo. Milei no quiere la paz social y nosotros sí. En parte no hay paz social porque nosotros no pudimos profundizar, me refiero a un nosotros más amplio que la UTEP. Teníamos buenas ideas como la vuelta al campo, de organizar nuevas ciudades”, afirma el Gringo Castro y agrega: “Todo eso se puede producir si hay organización, si hay gente a la que vos le decís: ‘Che, mirá, tenemos posibilidades de comprar lotes baratos y nos tenemos que deslomar para hacer nuestras casitas, va a haber laburo, se va a poner una fábrica’. Ahora solo con ideas… La realidad es que no lo hicimos y ahora tenemos este problema”.
En los barrios populares no hay paz social desde hace más de una década. La teoría de la implosión social es efectiva para comprender la autodestrucción individual y familiar puertas adentro. Pero oculta una guerra en las calles de las periferias protagonizada por el poder narco (vecinal) o entre personas que no forman parte pero ya están codificadas por sus lógicas. Los gobiernos precedentes no la vieron ni tampoco mostraron interés en revertirla. La economía popular fue entendida como una estrategia paliativa de contención y organización mínima entre los más excluidos. La ultraderecha, que emerge de una sórdida maraña social y subjetiva forjada a base de decepciones políticas, restricciones materiales y mutaciones tecnológicas, levanta la apuesta y corta los vínculos con los movimientos confiada en que la guerra social marida perfectamente con su estrategia bélica contra cualquier atisbo de organización colectiva.
La economía popular padece el abrupto cierre de una fase política crítica en los territorios pero prolífica en su superestructura de corte sindical. Quienes desde el campo popular se jactan de este golpazo —o incluso lo deseaban— no entienden que una radicalización de la guerra social, y ahora también estatal, terminará de llevarse puestas no solamente a las organizaciones sino a los últimos vestigios de nuestros pactos civilizatorios. Reinventarnos, como siempre lo hicimos, es preciso.
