violencia es fingir

Luego de trece años, la Gendarmería fue reemplazada por la policía porteña en la villa 1-11-14. El cambio no fue un simple acto administrativo sino que impactó en el vínculo de los vecinos con la seguridad. Un carnaval donde los pibes se chorean un fierro policial dialoga con una movilización de hinchas en el Congreso en la que un yuta descarta un arma. Desde el Bajo Flores, el autor anuda ambos hechos en este análisis sobre nuestra velada relación con la violencia contemporánea.
El 4 de marzo fue el último día de carnaval. Bajo Flores es ese barrio/experimento mutante, una identidad transfigurada en la que esta fiesta es una mixtura desinhibida de culturas. Se disuelven siluetas identitarias estrictas y se entiende la fecha como una desinhibición corpórea colectiva. Hay una relación implícita adolescente, insinuación y obscenidad. Permitirnos errar, zarparnos, atrevernos. Poder bailar sobre aquella cornisa de lo que somos y de lo que no debemos. Puede que, en el fondo, se trate de olvidar formas humanas que nos aprisionan en el día a día.
Es una fiesta también profundamente lúdica. Al mojarnos, en esos primeros carnavales adolescentes, planteamos nuevas relaciones con cuerpos, propios y ajenos, y probablemente sean los primeros acercamientos sensuales y violentos. Hay una delgada línea entre el conflicto y la fiesta. En el desborde siempre se está al acecho —la amenaza latente— del reviente. Ahí se encuentra la picardía de la fecha y el goce de algo que todos entendemos, pero no decimos.
Martes de Challa, así lo conocemos. Se agradece a la Pachamama las primeras cosechas. Aquellos proyectos y objetivos conseguidos y los nuevos por lograr son festejados. La libertad está ahí, en ese cambio de ciclo que nos permite renovarnos. Podemos, por un día, emanciparnos de la cotidianidad, del orden y del caos, solo agradecer y festejar.
En este empuje adolescente, los pibes entran en una constante medición de límites. Al igual que nuestra propia geografía, estamos experimentando un nuevo conocimiento sobre fronteras.
Avenida Riestra atraviesa el corazón de la 1-11-14. Es una frontera interna que separa manzanas y que comunica toda la villa. En su intersección con la calle Rivera Indarte convergen colectividades, manzanas y pasillos, iglesias evangélicas y boliches, las remiserías y los fletes que actúan de transporte público para comunicarse con el mundo exterior. El cineasta Martín Scorsese lo ilustraría como los cinco puntos de Pandillas de Nueva York.
En carnavales, esta es la esquina donde se desata el juego de la guerra del agua. Los pibes y pibas se animan, comprueban lo que pueden hacerse. También este año fue escenario de la inauguración de un nuevo centro de primeras infancias y punto crucial del reemplazo de la Gendarmería Nacional por la Policía de la Ciudad.
desembarco de los negros
A principios de este año el Gobierno porteño, en negociación con el Ejecutivo nacional, implementó un cambio de política clave para las villas de la ciudad. Una medida que pasó desapercibida en la coyuntura. Entre internas partidarias y crisis económicas globales pasamos por alto la regulación de nuestra violencia popular.
La Gendarmería, que llevaba cerca de una década como garantía de estabilidad de los territorios hostiles, se marcha. Vuelve a las funciones para las que fue concebida: el cuidado de las fronteras del territorio nacional. Eso sería una forma de verlo.
También podríamos pensar que nunca abandonaron estas funciones. Que, en realidad, la presencia de la Gendarmería en las villas cristalizaba un hecho específico. Las fronteras políticas de este país poco tienen que ver con el territorio físico y están íntimamente ligadas a los cuerpos presentes. Dicho de otro modo, los gendarmes siempre estuvieron cuidando que estos márgenes no sean transgredidos por los individuos que conforman los guetos. Junto a las salas de salud, centros de primera infancia, jardines escolares, centros de acceso a la justicia y demás servicios estatales, la Gendarmería garantizaba que el contacto entre estos “extranjeros” y los “ciudadanos” sea mínimo.
Esto significa que lo único que acepta la ciudad de estos individuos ajenos es su producto o producción, desde la mano de obra barata/esclava hasta sus sabidurías antropológicas, aquellas cosas que son explotables, extraíbles y teorizables. Nada nos recuerda más que somos extranjeros —completamente desligados de una nacionalidad— que la presencia verde de los gendarmes allí.
Hasta aquí hay una narración política coherente con esta revista y la perspectiva del mundo que tenemos. Pero estos guetos transfiguran las relaciones con el Estado y sus actores debido a su naturaleza caótica. El gendarme, mas no la Gendarmería, se convirtió en un actor fundamental. No del Estado, sino del territorio. Su accionar era necesario, llegaron en un momento de crisis delincuencial en pleno auge de consumo, cuando el mercado villero florecía y, paralelamente, avanzaba la violencia. Eran espacios anárquicos, realmente hostiles para el propio habitante del barrio.
Este gendarme, como individuo o como identidad, es un ser ambiguo. Su lectura política del ecosistema es correcta y concreta por una razón sencilla. Ellos son la frontera. Son, al igual que los habitantes de los guetos, seres extranjeros. Siempre lo fueron, extirpados de sus provincias natales, de sus obligaciones laborales tradicionales e instalados en un territorio desalmado y ajeno. ¿Por qué se mimetizaron tan bien? ¿Por qué los habitantes exigen durante tanto tiempo su permanencia?
Es porque ellos, más allá del uniforme, son uno más. La historia de cómo llegaron acá es paralela a todos los que poblamos este espacio. Comen, bailan, leen, escuchan lo mismo que nosotros, duermen en el mismo lugar, respiran lo mismo y, sobre todo, viven igual. Su uniforme les recuerda el offside que representan. A diferencia de los servicios de asistencia estatal, ellos no son el Estado, sino que solamente se ponen su camiseta. Esto, lo aclaro, no significa que los habitantes amemos a estos gendarmes, sino que los incorporamos como actores de la misma forma en que lo hacemos con los transas o con los curas. Los comprendemos en toda su extensión. Son necesarios para la geografía natural del lugar. Y, sobre todo, respetamos su efectividad. La Gendarmería cumplió la demanda inmediata del gueto: garantizar el ejercicio de la vida cotidiana.
El cambio por la Policía de la Ciudad aquí representa una mutación total y dramática en la relación con el Estado. Esta fuerza, a diferencia de la Gendarmería, no comprende a los actores ni al espacio. No lo hace por una razón primordial y constitutiva: los cuerpos que conforman el aparato policial de esta metrópolis no son ni quieren ser parte de este gueto.
Esta diferencia es clave. El gendarme, más allá de sus obligaciones laborales, se sabe parte del lugar. La policía no. Detesta este gueto, llega con la premisa de dejar en claro que jamás será uno de nosotros. La relación se plantea desde la lejanía, desde la extranjería. Se trata de aclarar para el afuera, pero sobre todo para ellos mismos, que ellos sí son cuerpos con derechos, es decir, ciudadanos. Y, como ciudadanos, con o sin uniforme, tienen y ejercen más derechos que aquellos que no tienen una existencia político-cultural dentro de su lógica. Entonces, se comportan como lo hace la ciudad externa con la villa: de modo represivo y extractivo. Solo pueden entender su presencia aquí como una empresa de sometimiento del territorio desde lo económico o desde lo físico. No les interesa la violencia del espacio, sino que esa violencia no se desborde al resto de la ciudad. La garantía de la guetificación se transfigura sutilmente. Piensan en el afuera más que en el adentro. Son un servicio estatal, son el Estado, solamente que lo son para su ciudad. Para nosotros, son el Estado de rechazo.
rebelión de los imberbes
Toda esta intro es para situar dos cuestiones que me llamaron la atención y que exhiben el cambio en lo que considero uno de los nudos de la discusión política de la época: la relación entre la seguridad y la violencia.
Ese martes 4 de carnaval, la policía reprimió fuertemente en la 1-11-14. La situación fue la siguiente: un grupo de chicos que jugaban con agua durante el Martes de Challa en la avenida Riestra tiraron bombitas de agua hacia los canas, que tenían una garita y un centro de operaciones en la esquina principal de la villa. Los oficiales reaccionaron y persiguieron a los grupos de chicos que jugaban. Por el carácter pacífico de la fiesta era imposible identificar qué chico y con qué impulso “ofendió” a los agentes. El desafío a la autoridad o la simple equivocación son posibilidades propias de los adolescentes. Para la cana representa, sobre todo (y esta es mi teoría), la no integración en el territorio. Tienen que dejar en claro que ellos no son parte de esta fiesta y que no simpatizan con ella. Deben aclarar, ante quien lo observe, que la ciudad ya no es amable con aquellos que desafían al Estado. Es un acontecimiento bélico, no solamente el desafío, sino también la fiesta.
Cuando los oficiales forcejean con el grupo que los desafió, en el tumulto un pibe le punguea el arma a un agente. Le afana su instrumento. El cuerpo policial, cuando se percata, inicia una represión salvaje. Corridas, golpes, macanazos y tiros. Los pibes, mientras escapan y pelean, logran esconder al protagonista del choreo. Sin embargo, la situación escaló hacia un enfrentamiento violentamente bizarro. La yuta golpeando y disparando a quien considera culpable, mientras que la reacción del barrio es tirarles baldes de agua desde los pisos altos de las casas. Aquellos baldes que minutos antes eran herramientas de juegos carnavalescos se convierten en armas de defensa. Aquí también se demuestra la impotencia del rechazo. Los chicos, dueños de este gueto, usufructúan el territorio laberíntico villero, un territorio que la ley jamás quiso ni quiere transitar desde otro lugar que no sea el desagrado.
El día de carnaval culmina con un destacamento policial herido en su más profundo orgullo: la entrega de las armas.
Esta circunstancia, de por sí, llama la atención porque cambia, además de la gestión de la violencia y los actos corruptos, la dinámica cotidiana del barrio. El tipo de vínculo con un Estado que siempre fue ambiguo y ahora es un poco más claro. Ya no se trata de lavar culpas sobre la exclusión a través del asistencialismo y, al mismo tiempo, la imposición de fuerzas de seguridad. Ahora es muy nítido: es tiempo de asignarle a la fuerza policial una entidad política central. Y esto al público general, o se podría decir “al público que importa”, le quedó en claro la semana siguiente.
fierro caliente
El miércoles 12 de marzo tuvo lugar la marcha de los hinchas en defensa de los jubilados. Aquel día se desató una represión y, sobre todo, un desacato como hacía tiempo no se veía. Las fuerzas de seguridad dejaron de inhibirse ante la mirada del público general. Se sintieron libres de ejercer el papel para el cual están entrenados y ejecutaron a la perfección lo que querían sus jefes políticos: poner en evidencia que la policía está para garantizar que el Estado funcione tanto en la ciudad de los ciudadanos como en los guetos.
Y aquí la segunda situación que me llamó la atención: la secuencia viral del agente soltando el arma y plantándola en la plaza del Congreso. En esta escena, los oficiales se veían asediados por piedras y proyectiles devueltos por los hinchas, que se animaron a asumir el desafío que plantea la yuta. Si el Estado cree que no somos víctimas por reclamar, pues no lo seremos; vinimos a ofender de verdad al orden. Y las fuerzas de seguridad declararon en esa plaza que están dispuestas a hacerse cargo de su rol político. Creen en eso. Si tienen que ejercer la violencia, lo harán y, fundamentalmente, si su rol es reconocer que el protagonismo de las fuerzas es crucial para el humor político-social de esta ciudad, lo asumirán con el máximo compromiso militante. Son militantes de las fuerzas (anímicas ciudadanas).
Si tienen que plantar un arma, lo harán. Si tienen que utilizar las sabidurías de sometimiento de los guetos, lo harán. Y si regalar el arma en este caso no es perder, lo harán.
La escena lleva a la pregunta de si agarrar el arma plantada o no. Es una propuesta y, al mismo tiempo, una pregunta. Plantearse el problema no significa que tenga una respuesta lineal. También se puede no agarrar. En el barrio, los chumbos están todo el tiempo presentes y disponibles. La respuesta es más compleja: no se trata solo de definir si la tomamos o no, pero ese es un primer asunto relevante. No agarrarla, en cierto modo, es no entrar en la que ellos proponen. Ahora bien, tampoco se trata de ser un mulo-víctima y bancarse cualquiera.
El arma, el fierro, el chumbo. La violencia está ahí, sobre la mesa. Lo que se dirime es la relación con ella. Las fuerzas de seguridad ponen a disposición una discusión muy profunda: la crueldad y la violencia de los diversos territorios. ¿Somos capaces de discutir sobre esto y pensarlo antes de que desborde? ¿O acaso esperamos que se pudra, para entonces desplegar palabras después del acontecimiento? ¿Y por qué el plano de violencia solo es concebible para nosotros en situaciones de represión estatal y no de violencia “barrial”?
Siento y pienso que ignoramos, con cierto ánimo, el dilema aquí expuesto: la impotencia de encontrar una respuesta clara a algo que nunca problematizamos. Suponemos que la violencia es algo insoluble. La trampa final es resignarnos a no discutir aquello que nos impusieron como un problema ajeno. Pero dimos un paso más: cierta voluntad de invisibilizar estas frustraciones.
Es necesario problematizar la relación de estas fuerzas de seguridad con la violencia, sí. Pero también nuestra propia relación con ella, y la de los cuerpos y territorios que muchas veces transitamos, pero que no vemos, que no entendemos. La crueldad que está todo el tiempo presente en el propio espacio que militamos o defendemos y que a veces no comprendemos. La violencia está en los barrios, con o sin agentes de seguridad, y es una discusión que, por moralidad o por inhibición, abandonamos y entregamos a aquellos agentes que la instrumentalizan para una mecánica siniestra.
