criaturas de la noche

Mientras las ciudades duermen, algunos rincones laten al ritmo hiperveloz de la música electrónica, el parpadeo lumínico y la serotonina ayudada por el éxtasis. Para algunxs, las fiestas techno son la concreción de la utopía del tiempo improductivo, horas ganadas al deber ser. Para otrxs, son la posibilidad de estar solxs en multitud. Ravers y DJ son los baqueanos de un recorrido por las formas actuales de la nocturnidad.
P appo dijo que la música electrónica fue un invento de los japoneses para vengarse de los Estados Unidos por la bomba de Hiroshima. En realidad, lo que inventaron son las máquinas de ritmo Roland sobre las cuales se construye la identidad de la música techno, que para los años ochenta ya sonaba fuerte en Detroit: una cosa de negros, pobres y putos. Sonidos hechos al pulso imposible de las máquinas, desde las entrañas de la desindustrialización de fines del siglo XX.
Beats repetitivos que golpean de 120 a 140 veces por minuto dan origen a las primeras raves cuando abandonan los boliches para apropiarse del espacio público (calles, parques, depósitos, fábricas y locales abandonados) en la Inglaterra de Margaret Thatcher y la Berlín del Muro por caer, y encuentran a quienes hacen de su baile una religión.
Una rave es un instante de comunión de la carne, la máquina y la química. Un trance guiado por las luces estroboscópicas y la música en el que es posible estar fuera y dentro del cuerpo a la vez. Un tiempo de disociación colectiva en el que los minutos se pliegan entre sí.
El terreno contracultural que habitaron los ravers en el Love Parade de 1989 en Alemania o el Festival de Castlemorton de 1992 en Inglaterra (que duró una semana y obligó a Thatcher a definir la música electrónica para prohibirla) se convirtió en suelo de extracción capitalista con el surgimiento de la Creamfields, una versión comercial y privatista de aquellas raves ilegales que llegó en 2001 a Argentina.
Hoy, en el mundo entero, la electrónica se baila en modo mainstream. Gran Bretaña tiene su underground destruido y en los últimos cinco años cerró un tercio de sus locales bailables, clubes que la common people ya no puede costear.
Si bien en Buenos Aires hay gente dispuesta a pagar 100 mil pesos por ver a un DJ internacional o más de 3500 dólares por una mesa vip en Punta Carrasco, también hay productores que pierden plata con tal de organizar la noche que se imaginaron y tantas otras fiestas que ni siquiera buscan un rédito económico, como las que se autogestionan en el Parque la Isla de la Paternal, por las que deambulan vendedores de birra y comida casera.
“Para mí la rave es algo más íntimo, sin tantas reglas, donde se genera algo que tiene que ver con la libertad”, dice Merlina Maiello, DJ y productora de Ørnament, que organiza pequeñas fiestas en locales como Niceto, Espacio Ro o el sótano del pub irlandés Shamrock. “No hay un formato. Hay reglas de convivencia, eso sí, como el respeto, que está muy marcado y nadie te jode”.
No todos los que acuden a una fiesta electrónica son ravers. Están también los que hablan arriba del DJ, o se la pasan grabando con el teléfono, o las parejas que se manosean. Para otros se trata de un viaje con la música. No de una actividad de esparcimiento, ni una anécdota para contar en la oficina. La rave es para ellos una identidad y una necesidad.
Naylo (26), que va a fiestas electrónicas desde los 15 y allí conoció a las primeras personas trans de su vida, dice: “Había muchas cosas de mí que no entendía, que más o menos influenciadas por las experiencias nocturnas se fueron destrabando. Me parecía muy incómodo usar mi cuerpo para cosas y ahora me ves bailando como un loco”.
“Criaturas de la noche —dice Xoaquina (24), que se inició a los 17 y hace mucho se mueve por circuitos queer—. En la oscuridad expresarnos en términos de vestimenta, maquillaje, baile, desnudez. Sentirme cómoda, no juzgada, tampoco tengo ganas de que alguien me mire con ganas de cogerme y no saber qué hacer”.
políticas del levante
“Yo chapo con todo el mundo, pero siento que es otra lógica la que opera sobre el erotismo. No viene alguien y te invita el trago. Es más espontáneo. Quizás me toco con alguien sin querer, nos damos vuelta y nos damos un beso”, dice Naylo.
En la fiesta una conversación interesante puede brindarla un extraño deshidratado. Pero no todas las charlas casuales encubren un objetivo sexual ni todo encuentro fogoso es un preámbulo de algo más.
Quien frecuenta las raves aprende rápido sus reglas. La capacidad de los bailarines de abrirse paso entre la gente con amabilidad es una cosa sencilla, pero sorprende a los novatos. Podría decirse que el raver está más disponible para leer al otro. Si quiere ser tocado, tiene demasiado calor, necesita un refuerzo de droga o un poco de aire.
“Existe una especie de inconsciente colectivo que se produce en una noche compartida con extraños, del cuidado propio y ajeno”, agrega Naylo, que venía de empujar y patear y volcarse birra en antros punk y en la fiesta pensó por primera vez: “Ojo, no hace falta pasarla mal todo el tiempo. La podés pasar bien un rato, bajo determinadas circunstancias”.
Las circunstancias en las que la electricidad toma el control de la estética y la materia. El tiempo soportable de los ravers, un anglicismo cómodo para quienes en verdad se llaman entre ellos “bebé”, “amicha”, “mi amor”, “moor”, “dale loka”, “estoy mostra”, “bichi”, “¿podés pegar?”, “toca rumanians”, “¿salimos?”.
viaje alienígena
Cuando el house y el techno se cruzan con la cultura ballroom de las comunidades LGBTIQ+ afroamericanas y latinas de Nueva York —competencias de baile, desfile y pose, una excusa para reivindicar la realeza de las disidencias—, la música electrónica y lo queer se unen de manera definitiva, una expresión que en Buenos Aires encuentra sus reminiscencias en proyectos como la Loca, la Hiedrah, la Neomarik.
Por allí se mueven nuestros ravers: fiestas baratas a las que igual entran gratis porque conocen al DJ o se benefician de la famosa “discriminación reparadora”. Para ellos se trata de bailar y sudar y bailar. “Algo pasa cuando estás una determinada cantidad de tiempo bailando solo, como psíquico y fisiológico, que te pone en otro estado”, dice Naylo.
Para Merlina lo social es completamente secundario: “Buscás estar en tu mundo, completamente desconectado de los demás”. Pero Naylo dice que es una manera de conectar con sus afectos, en su mayoría DJ, productores, artistas o ravers.
Para JotaPexi, primero raver, luego DJ y después productor, son las dos cosas: “Con mis amigos está el código de que, si estoy en la mía, estoy en esa, no es una cuestión de estar todo el tiempo preguntando si estoy bien”.
“Con drogas o sin drogas, es mi viaje con la música. Una sensación de placer absoluto, un momento en el que todo está en armonía. Mi cuerpo, mi cabeza—dice Xoaquina, que disfruta de estar seis, siete horas desenfuchada del celular—. Información, fake news, estímulos que no llevan a ningún lado. Me permite estar conectada con otro mundo, con mis afectos, con la instalación de arte”.
Los ravers ponen la fuerza de trabajo al servicio de un momento de disfrute colectivo y en ello encuentran cierta reparación del trabajo cognitivo al que se someten a diario. Para JotaPexi (27), hay una especie de manifiesto “en no estar todo el tiempo para el trabajo, pensando en ser productivo”.
Como contrapropuesta de los CEO millonarios que publican libros con el secreto de la vida (despertarse a las cinco de la mañana, hacer ejercicio, meditar, estudiar un idioma, trabajar en solitario antes de que los chicos se despierten para ir al colegio y arranquen las calls), el otro 5 AM Club: el de estar “al pedo, drogado”.
Divertirse no es político, dice el torre de Adorno, pero Naylo piensa que “en ambientes más paquis no es significativo, pero dentro de poblaciones históricamente censuradas, reprimidas u oprimidas la construcción de sentido es diferente”.
Y luego viene la mañana, “la hora oscura”, así la llama Naylo, que es joven pero experimentado: está pensando en comprarse tapones para proteger los tímpanos y ya no disfruta tanto del after, ese lugar donde se reinicia el ciclo de la fiesta, que puede durar todo el fin de semana, no sin notables estragos físicos en los asistentes. “Cuando te querés dar cuenta es el mediodía y decís ‘qué mierda estoy haciendo con mi vida’. Nada que ver.”
femmunismo-k
“El rasgo definitivo de la psicodelia es la cuestión de la conciencia y su relación con lo que se experimenta como realidad. Si se pueden alternar los fundamentos más básicos de nuestra experiencia, como nuestra percepción del espacio y el tiempo, ¿acaso no significa que las categorías según las cuales vivimos son plásticas, mutables?”.
En K-Punk Vol. 3 se leen los últimos textos de Mark Fisher y quizás el más optimista de su obra. Comunismo ácido es apenas una introducción inconclusa, un llamado a recuperar las verdaderas promesas de la contracultura psicodélica. Seis años después de la muerte de su amigo, McKenzie Wark —profesora, trans, raver, situacionista— acerca el concepto de femmunismo-k (etamínico). Desplaza el futuro que no fue y la heteromasculinidad cis del legado de Fisher, a quien alguna que otra vez logró arrastrar a la pista. Y le hace una actualización química.
Si algo se intuye sobre los psicodélicos es que desincentivan nuestras conexiones cerebrales más frecuentes, esas asociadas al relato que tenemos sobre nosotros mismos, para darles lugar a otras que erosionan ciertas certezas sobre la realidad. El tiempo-k, el que transcurre bajo los efectos de la ketamina y otras drogas disociativas, es un estado de libertad del yo: el instante entre que empieza y que termina la fiesta.
Algunos ravers adoran amucharse en un baño y celebrar un ritual parecido al de la cocaína. Pero a otros les encanta hacerlo en el pasaje musical indicado: llevan una cucharita a la pista y esnifean ahí nomás.
“La keta está arruinando la pista de baile. Si todos están de keta, nadie baila”, dice JotaPexi. Y luego agrega: “Aunque combinada con el M [MD o MDMA] está buena”.
cómprame un brishito
“No existe género musical que no esté vinculado a algún tipo de psicoactivo, siempre ha habido algún tipo de distorsión perceptiva y todos la buscamos, la exploramos —dice Ezequiel Gatto, historiador y doctor en Ciencias Sociales, también DJ, exraver o pasajero ocasional—. Cualquiera que alguna vez haya tomado MD y escuchado un bombo sabe que ahí hay una afinidad total”.
No habla de un bombo físico, sino de oscilaciones eléctricas que pueden programarse, repetirse a una velocidad tal que el oído percibe un tono. Música de otro mundo que algunos eligen combinar con químicos para que todo se vuelva “una masa de la misma materia”, como dice Xoaquina.
En estado puro, el MD tiene forma de cristales. También se consume en forma de comprimidos, el famoso éxtasis, la pasti, que en teoría se trata de la misma sustancia, aunque puede estar alteradas con otras. Los ravers experimentados evitan comprar sus suministros dentro del local, combustible que en el mejor de los casos puede resultar inocuo.
Si funciona, el MD impide la reabsorción de serotonina y sobreestimula neurotransmisores que inciden en el estado de ánimo. A su vez libera cortisol, que sin necesidad de estrés brinda energía para el baile (al mismo tiempo, el cortisol se libera con la actividad física, con lo cual el efecto es sinérgico).
También produce esa empatía exacerbada que repercute positivamente en las interacciones humanas, que Xoaquina describe así: “A veces estás tan atento que te das cuenta que un amigo se está por prender un pucho y lo ves que no encuentra el fuego y se lo pasás a través de tres personas”.
Sin embargo, Naylo dice que en las fiestas electrónicas hay mucha más cocaína de la que se percibe: “Para mí la pasti es de gente joven que todavía no descubrió drogas duras, más duras, o de los que están de salida”.
Si se consumiera tanta merca como dice Naylo, una droga que no es precisamente famosa por generar empatía, cabría pensar que hay algo más que la genera y probablemente lo haya: un sentido de pertenencia y un constructo de comunidad.
gangbang
“Te hago esta aclaración, que capaz es innecesaria, pero bueno, es una fiesta donde hay como cierto dresscode, donde la gente va medio entre fetichista y desnuda. Obviamente que no es excluyente, pero te sugiero al menos que te vengas con algo livianito, negro, para que no te sientas tan out of context, ¿sí?”.
Taurus es uno de los dueños de Espacio Ro, un antro de evocación berlinesa de 92 metros cuadrados emplazado en Palermo, que se armó en 2016 y en seguida se volvió un lugar de culto, que en cada aniversario rompe el récord de la fiesta más larga de Buenos Aires: la última fue de 37 horas.
En Ro “hay de todo”, pero esa noche Taurus me cita a la Gangbang, una sex-party, subgénero de la rave, que también es LGBTIQ+, aunque no exactamente queer, de la que también es organizador.
Desoyendo el consejo de mis amigos, acudo con mi novio. “Mirá que son todos putos, no los van a mirar bien”, me dice un amigo puto. Pero en una casa en un primer piso, me encuentro con alrededor de cincuenta hombres bien amables.
Los beats revientan sin piedad. Vinimos cargados pero no necesitamos nada para entrar en el estado. Un chico se calienta con nuestra calentura y empieza a tocarnos. A mí me gusta, a mi novio no, así que el chico entiende y se va.
Un rato antes, en la escalera del lugar, Taurus dirá que el consentimiento es tácito “pero existe y se entiende perfecto el código”, que nunca ha habido un problema en este tipo de fiestas. Que el tema está en las otras, cuando aparecen esos pakis solos que se desubican. “Yo siento que así como está el sublenguaje LGBT, existe también un subcomportamiento”.
Al otro día siento vergüenza de no haberme dejado penetrar por el techno. Por habernos concentrado más el uno en el otro que en la música. Por haber decidido que a las 4 era mejor dormir. No soy raver. Para mí, sin drogas, no hay tiempo-k. Pura extracción de libertinaje y estilo.
un trabajo honesto
Para los ravers consultados drogarse es importante pero no esencial. Dicen que hoy eligen cuando hacerlo y lo ubican como algo que posibilita que el estado de la rave se prolongue en el tiempo. “Son las dos de la mañana y después se termina la fiesta”, dice Xoaquina.
Los DJ le bajan aún más el precio: para esta nota hablan con tedio del asunto y aseguran que ellos no consumen nada. Carlos Alfonsín, pionero de la escena electrónica en Argentina, castigado por la prensa amarillista de principios de siglo, directamente me dice que “los que van a drogarse son unos pelotudos”.
Habla con bronca del asunto: “Nosotros hacemos fiestas para la gente a la que le gusta la música, muchos de nosotros ni siquiera tomamos MD. Cattáneo nunca probó una droga en su vida”. Habla en plural, por toda la generación que arrancó antes de que existiera una escena.
Cuarenta años después, Alfonsín sigue moviéndose como pez por diferentes géneros de la música electrónica. “Tocando mucho en Buenos Aires, voy mucho a Mar del Plata, Córdoba, Catamarca, tengo fechas en Bariloche, estoy cerrando Jujuy, Bahía Blanca”.
En Neuquén la escena todavía era pequeña en 2008. “Era siempre la misma productora, el mismo sonido”, dice Nicolás Nahoyowsky. Recién en 2012 abrió SuperClub y la ciudad se volvió sede habitual de los DJ consagrados de la época: Carlos Alfonsín, Martín Cuervo, Jorge Scioli.
En 2016 organizó la fiesta que sería el germen de su productora, que hoy acerca DJ internacionales a la prepatagonia:
“En la primera Vision me pegué un palo. Tenía dos socios que abandonaron y después me fue mal en la segunda y en la tercera. Hace poco perdí 25 millones. Los palos siempre van a estar y más en Neuquén, que quizás no está tan armada la movida como en Buenos Aires. Acá los riesgos son otros. Quizás traés a un DJ que no está tan metido en las redes sociales que a mí, Nicolás, me parece más respetado y no vendés los tickets que esperabas. Pero te digo que, acá, que siempre prevaleció el cachengue, la cosa se está dando vuelta. Hay un solo boliche de cachengue, lo que más se está moviendo es la electrónica. Y hay mucha fiestita chiquita que lo está intentando”.
“Siento que hay algunas fiestas ahora que intentan recuperar algo de la esencia de las raves, pero muchas veces las empresas que organizan las fiestas apelan a la comunidad para venderte algo —dice Gatto, y habla de esas fiestas en las que si no tenés el mango no entrás—. El efecto comunitario termina siendo más bien un agrupamiento de gente parecida”.
Los espacios subterráneos porteños probablemente también sean un agrupamiento de gente similar, pero uno en el que los nombres propios están en segundo plano: “A nuestra fiesta la gente viene porque conoce la productora y le gusta la música”, dice Merlina, y Xoaquina confirma: “No importa tanto quién toca, también un poco está en descubrir qué sucede, sorprenderse siempre es divertido. Igual si no conozco al DJ investigo un poco, pregunto”.
“Todos los fines de semana, y también durante la semana, tenés propuestas de todo tipo —dice Merlina—. Yo suelo viajar mucho a tocar a Misiones, Salta, en Mendoza conozco miles de lugares, la movida de Córdoba es enorme. Y también vienen muchos DJ para acá”.
Francisco Salgado, DJ y productor misionero, cuenta que, después de cranearla un año, en marzo hicieron la primera edición de la Boketto Collective, con la que llegaron a cubrir los gastos: “La llevamos a Merlina y no esperábamos que la gente recibiera tan bien un sonido tan distinto, porque en Posadas hay cero cultura techno”.
Desde su irrupción a fines de los ochenta, el lenguaje sonoro de la electrónica no hizo más que expandirse y diversificarse en subgéneros no aptos para terrícolas. Alfonsín, que en ese entonces mezclaba acid jazz con trip hop, algo de funk y algunos otros géneros inclasificables con vinilos, ubica el germen de la contracultura electrónica en El Dorado:
“Antes a los boliches tenías que ir en pareja, vestido de una cierta forma, pero a El Dorado ibas como querías y como podías. Era un lugar muy artístico, donde la gente podía expresarse libremente. Atendían travestis, artistas que hacían performances y te recitaban poesía. El público gay en general siempre fue mucho más abierto a todas las cosas nuevas en la música, y la música electrónica sonó primero ahí. No te digo que El Dorado era gay, porque era muy variado. Era el lugar del que todos hablaban, se hizo famoso muy rápido y era a donde apuntaban los músicos que venían de afuera. Iba Gasalla con sus amigos, Maradona venía muy seguido. En el 93, después del repechaje de Argentina con Australia, vino con toda la Selección. Y con los australianos también. Yo tocaba toda la noche, de jueves a domingo. Hasta que en el 93 me sonó el teléfono y era el gerente de Marketing de Guess, que me quería esponsorear”.
En la época en la que todavía se discutía si los DJ tocaban o no, cada vez más gente se amuchaba alrededor de la cabina de Alfonsín en los atardeceres de José Ignacio. Allí, entre los fuegos de Francis Mallmann y las supermodelos de Guess, Alfonsín conoció a Pappo, que le dijo: “Qué buena música que hacés, pibe”.
