el llamado

A diferencia de lo que suele suceder en las novelas policiales, el asesinato de Susana Montoya –esposa de Ricardo Fermín Albareda, secuestrado y desaparecido en 1979– no empezó con un enigma sino con una certeza: fue la ultraderecha. Con el correr de los días, todos los relatos se desestabilizaron y la trama que emergió hizo saltar por los aires los arquetipos.
La reconstrucción de los hechos dice que las cosas pasaron más o menos así. Son las diez de la noche del 25 de septiembre de 1979. Un subcomisario de la policía provincial de Córdoba vuelve a su casa manejando un Peugeot 404 blanco. Va uniformado. Dos autos lo interceptan. No es una acción de las organizaciones revolucionarias sino un operativo comandado por el D2, el Departamento de Inteligencia de la Policía de Córdoba. Lo suben a otro vehículo en el que van Raúl Telleldín, Hugo Cayetano Britos y Américo Pedro Romano. Lo llevan a un centro clandestino de detención escondido entre eucaliptos y pinos en la orilla del lago San Roque, en Villa Carlos Paz. El lugar es conocido como El Chalet de Hidráulica, asoman entre los árboles las tejas rojas coloniales de la casa que antes de integrar el circuito clandestino funcionaba como lugar de reunión de los encargados de la gestión de diques y embalses.
La precisión sobre lo que sucedió esa noche proviene de un guardia que habla. Muchos años después, Ramón Roque Calderón está preso porque se reconvirtió en poliladron. Alguien a quien conoce en la cárcel arma el camino para que cuente. El integrante de la estructura represiva que da detalles es una figurita difícil. Calderón dice: que ataron a Ricardo Fermín Albareda con alambres a una silla, que Telleldín le amputó los testículos con un bisturí. Que sus superiores le dijeron: “Mire lo que les pasa a los traidores de la institución”. Que él no soportó ver lo que veía, que salió del cuarto, que escuchó los gritos y “la música en alto volumen que habían puesto para tapar el ruido”. ¿Qué música? Ese dato se fuga. Que otros policías le dijeron que Telleldín le puso los testículos en la boca y se la cosió. Que dejaron que se desangrara. Que Albareda fue sacado de ahí en el baúl de un auto. Que no, que no sabe dónde lo ocultaron. Ese dato también se escapa. Calderón sabe todo menos lo que más quieren saber quienes lo escuchan. Es 2009 y este testimonio tiene mucha cobertura en Córdoba, el juicio es uno de los primeros en la provincia y Luciano Benjamín Menéndez, uno de los acusados. ¿Por qué habla Calderón? ¿Fue solo testigo? No lo sabemos.
Su narración del tormento de la madrugada del 26 de septiembre de 1979 hace pensar en un ensañamiento especial sobre Albareda. Una cosa es leer la palabra tortura y otra una secuencia que describe la forma definida en la que destruyó una piel. ¿Describir las torturas con detalle nos dice algo más sobre la dictadura? Escribe Emilio Crenzel en La historia política del Nunca Más: “Hubo episodios que, por su extrema crueldad, los comisionados decidieron excluirlos ya que se pensó que afectarían la credibilidad de todo el informe entre la población, como el despellejamiento de cautivos vivos y la violación, por parte de decenas de soldados, de una detenida, ultrajada, también, tras su asesinato”. Son los detalles los que sitúan a los verdugos en la frontera de lo humano. Varias décadas después, Fernando Albareda, que tenía ocho años la noche en la que su padre fue torturado, diría que nunca pudo despegarse de las imágenes que el testimonio de Calderón le generó.
tremendo
Es mediodía del domingo 4 de agosto de 2024. Aumenta el tráfico de los grupos de Whatsapp en la ciudad de Buenos Aires y alrededores con un link a una noticia publicada el sábado en La Voz del Interior, el diario cordobés. Susana Montoya, de 74 años, fue asesinada en su casa: “La mujer es la madre de Fernando Albareda, hijo de Ricardo Fermín Albareda, un subcomisario que militaba en el ERP y fue torturado y desaparecido”. La mayor parte de los receptores no conoce la historia de ninguno de los tres nombrados. La nota agrega que en una pared alguien había escrito: “Los vamos a matar a todos. Ahora vamos por tus hijos” y una declaración de Fernando: “Yo recibo amenazas todos los meses. Nunca les di bola. Pero ahora parece que han vuelto, que están rompiendo todos los códigos”. El mensaje es reenviado muchas veces, se empieza a cocinar un caso, tipeamos “tremendo” como respuesta. Hace pocos días trascendió la visita de un grupo de diputadxs de La Libertad Avanza a la cárcel de Ezeiza para dialogar con figuras eminentes de la estructura represiva como Alfredo Astiz y Alberto González, aunque todavía faltan dos días para que aparezca la foto. Tuiterxs con decenas de miles de seguidores se pronuncian incluyendo la palabra miedo. Según las noticias, el o los asesinos de Susana Montoya firmaron el crimen así: “#Policía”. De la socialización en las redes surge entonces una verdad instantánea: la violencia de la ultraderecha ha llegado a su cenit. El lunes la cobertura periodística de los medios progresistas con sede en la Capital Federal no se quedará atrás. Página/12: “Un crimen y un mensaje mafioso a tono con el discurso negacionista”. Algunos organismos de derechos humanos difundirán un comunicado: “Los discursos de odio que permanentemente circulan en nuestra sociedad son el peligro latente […] ¡Ya dijimos Nunca Más!”. El miércoles la CGT dirá: “El cobarde hecho se produce luego de las amenazas recibidas por su familia […] Evidentemente, se enmarcan en el contexto de impunidad y odio impulsado por el actual gobierno, que avanza con el negacionismo y la reivindicación del terrorismo de Estado”.
Durante esos mismos días, entre el sábado y el miércoles otra conversación sucede en off. Abogados que integran el mundo de los derechos humanos cordobés envían mensajes que incluyen la palabra cautela. El martes a la mañana, los periodistas de policiales con fuentes en la fiscalía circulan la hipótesis de un “crimen familiar”. Alguien dice “la verdad puede ser un boomerang”. El jueves en la Ciudad de Córdoba hay dos convocatorias a marchar para pedir justicia por Susana Montoya. A las cuatro de la tarde, un rato antes de una de las citas, es detenido Fernando Albareda, uno de los tres hijos que tuvieron Susana y el subcomisario desaparecido. Los medios de comunicación cambian sus titulares. Los influencers borran tuits. Los organismos de derechos humanos dejan de hablar del tema. Todos asumen que Fernando es culpable. Algunos buitres se abalanzan pero el boomerang no llega a ser tal porque ese mismo jueves se hacen públicas las fotos de Fabiola Yañez golpeada por Alberto Fernández. La conversación vira. Quedan las preguntas: ¿cómo se averigua eso que sucedió dentro de una casa y no tuvo testigos?, ¿hay que opinar en tiempo real?
tema de la traidora y el héroe
Ricardo Fermín Albareda nació de un padre policía y, al igual que dos de sus hermanos, continuó la tradición hasta que decidió torcerla. El momento exacto de ese pasaje es difícil de reconstruir. El testimonio más preciso es el de Elena Germán Sueldo, integrante de la estructura de inteligencia del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), quien en conversaciones personales y en su declaración judicial contó que lo conoció en 1971, mientras eran estudiantes. Ricardo estaba cerca de los 30, tenía un hijo recién nacido. Después de charlas en los bares de la zona universitaria, lo sumó a la célula de inteligencia que ella integraba junto a Ester Felipe y Luis Mónaco, ambos desaparecidos desde enero de 1978. Albareda atraviesa la década del setenta integrando el ERP y trabajando en la policía de la provincia de Córdoba, proactiva fuerza en la lucha clandestina contra la subversión desde un par de años antes que el golpe de 1976.
Esta historia que ahora es una de las más conocidas entre las memorias cordobesas de la dictadura empezó a tener una forma, a existir como relato social, durante la reapertura de los juicios por los crímenes de lesa humanidad. Alrededor del año 2000, Fernando Albareda se acerca a H.I.J.O.S. y empieza a componer a su padre, una actividad que ocupó más y más energía vital. Era hijo de un policía desaparecido, no es el único pero no son tantos. ¿Por qué lo habían matado? ¿Había sido un infiltrado del ERP en la policía o al revés? Acumuló piezas del rompecabezas: unos abogados le acercaron el testimonio del policía Calderón sobre aquella madrugada en el Chalet de Hidraúlica, Elena dialogó con él, se encontró con Enrique Gorriarán Merlo. La figura del subcomisario se engrandeció al aparecer como un hombre de actos extraordinarios: había facilitado armas, colaborado con la fuga de las mujeres de la cárcel del Buen Pastor, dado información clave tanto para proteger a los guerrilleros como para diseñar sus ataques.
Para 1979, el ERP era una organización diezmada. ¿Por qué cayó el subcomisario? En algún momento de la indagación, su hijo se convenció de la responsabilidad de Susana Montoya. Establecer cuándo el camino se bifurcó y condujo a la noche del jueves 1 de agosto de 2024 es clave, pero no sencillo. Ahora, mientras Fernando cumple la quinta semana de detención, un abogado cordobés que litigó juicios de lesa humanidad dice: “Hay un sumario administrativo de la policía y allí está la firma de Susana Montoya acusando a su marido de leer Estrella Roja en su casa”, la publicación que el ERP editó entre 1969 y 1975. Y agrega: “También está la declaración del suegro de Ricardo Fermín Albareda, o sea del padre de Susana Montoya, en el mismo sentido y llamativamente Susana Montoya desarrolló toda su actividad profesional y se jubiló en la policía de Córdoba”. En el juicio por la desaparición de Albareda, Susana dijo que no tuvo “nada que ver” y que se había enterado de la militancia de su marido cuando se lo contó Fernando, quien había accedido a ese dato al sumarse a H.I.J.O.S. ¿Es auténtica la firma de Susana en el sumario? ¿En qué año leía Estrella Roja el policía-guerrillero? Las precisiones se escapan. Su trabajo en la policía provincial es constatable: ingresó como personal civil en octubre de 1980. Cinco años más tarde, Mónica, la hija del matrimonio, también entró a la policía.
Carlos Raimundo Moore fue un integrante del ERP que luego de su detención en 1974 trabajó para el D2, la estructura de inteligencia policial. En 1980, declaró ante la ACNUR en Brasil y se refugió en Inglaterra, donde vivió hasta su muerte en 2017. Su testimonio fue muy importante en las causas judiciales sobre la represión en Córdoba: dio nombres, ubicaciones, detalles sobre centros clandestinos. En 2016, Miguel Robles en su libro La búsqueda, producto de una entrevista con Moore, recupera buena parte de esa información. José Elio Robles fue un policía cordobés asesinado por el D2 el 3 de noviembre de 1975. Su muerte había sido atribuida a Montoneros, hasta que Miguel, uno de sus hijos, también policía, busca la verdad y se encuentra con Moore, quien sostiene que a partir de 1975 el D2 asesinó a doce policías, entre ellos a Robles. Moore declaró que, desde ese año, el D2 buscaba a un policía traidor. Una nota de Página/12 de 2007 recoge una declaración suya que figura en el procesamiento de los acusados por el crimen de Albareda: “Luego de numerosos e interminables chequeos de fotografías de empleados de policías hechas visar por los secuestrados, finalmente a mediados de 1979 identificaron al oficial”. Otras notas periodísticas agregan que, según Moore, Albareda fue delatado por un hombre secuestrado en agosto de 1979. Si el sumario es verdadero y Moore no mintió, Susana Montoya no fue la única causante de la caída del subcomisario. Si Moore mintió respecto de la caída de Albareda, ¿cómo ponderar el peso del resto de sus afirmaciones?
Susana Montoya fue asesinada el jueves 1 de agosto por la noche. Quien lo hizo entró a la casa sin forzar la puerta, la estranguló, la golpeó en la cabeza con un bloque de cemento, la apuñaló, la dejó en el suelo del patio trasero. En los primeros días y durante las semanas transcurridas desde entonces, quienes integran el entorno de su hijo Fernando lo consideran el autor del homicidio. Amigos, “abogados de lesa”, militantes de derechos humanos, todos en off y con más o menos precisiones, dan por sentado que él la mató. Algunos ponen fichas en la hipótesis de la traición. Otros arriesgan que fue un crimen por codicia: a principios de este año el gobierno de la provincia fijó una reparación de 76 millones de pesos, de los cuales la mitad le correspondían a Susana, y la otra mitad debía dividirse entre sus dos hijos y los hijos de Mónica, que se suicidó hace pocos años. Otros aportan que Fernando tuvo un paso por un instituto de menores, por decisión de su madre, una experiencia violenta que dejó secuelas en su salud mental. Nadie duda. Claudio Juárez Centeno, su abogado, cuenta que Fernando negó la acusación. La estrategia de la defensa se basa en cuestionar el peso probatorio de los elementos que hay en la causa, como las imágenes de cámaras de vigilancia que Juárez Centeno considera insuficientes. Es sabido: la fiscalía tiene que mostrar pruebas de calidad, no al revés.
Algo es rescatable de la indignación instantánea cuando se conoció el hecho: una familiar de un desaparecido fue asesinada con crueldad, cómo no preocuparse, cómo no ocuparse, algo hay que hacer, aunque más no sea escribir un repudio. Pero ese ímpetu no se sostuvo. La figura de Susana Montoya, su historia, su personalidad, sus secretos parecen salir por la puerta de atrás de la trama principal. Nadie hace propia la búsqueda de justicia por fuera de una parte de su familia; la jerarquía de las víctimas funciona así, silenciosa y sin obligar a nadie a dar explicaciones.
El modo en el que se difuminó la atención parece disociado del furor por el libro La llamada, escrito por Leila Guerriero y protagonizado por Silvia Labayru, secuestrada en la ESMA, vejada por el sistema represivo en general y por uno de los visitados en Ezeiza por diputados libertarios en particular. El libro no dice nada por primera vez pero lo dice de un modo audible para esta época: su mérito es haber encontrado la frecuencia que funciona. Diez años antes, Miriam Lewin y Olga Wormant escribieron Putas y guerrilleras, un documento exhaustivo sobre la violencia sexual en los campos de concentración y también sobre el daño producido por el tribunal social, el que consideró que el sexo forzado con los verdugos era una forma de colaboracionismo. Pero tuvo un alcance menor, tal vez porque cada una de sus carillas narra una tortura, sin buscar lectores con los trucos de la no ficción. Los detalles pueden ser insoportables. Las lecturas de La llamada celebran que cuestiona la figura de la víctima propia de los bienpensantes para plantear una noción capaz de contener a los sujetos impuros. Pero la protagonista nunca llega a expresar un cuestionamiento radical, más bien hace lo contrario: se victimiza por la falta de aceptación e ironiza sobre las políticas de la memoria como si ella misma no fuera el personaje principal de un bestseller. Aborrece la política, entonces busca el reconocimiento para luego despreciarlo. Por ejemplo: acepta participar por su condición de sobreviviente en una actividad en la ESMA, al relatarlo recurre a una retahíla de sarcasmos: “La mayoría de la gente que estuvo allí va encantada, porque son sus quince minutos de gloria […] La persona que salió de un campo tiene que estar hundida para siempre. Una vez víctima, forever víctima”. La superficialidad es así, atractiva pero falsa.
¿Es porque los libertarios no tuvieron nada que ver que el caso fue silenciándose? ¿O porque Susana entró en el grupo de los traidores? ¿O porque fue una mala madre? Tal vez el crimen tuvo una repercusión acotada porque ningún cliché funciona para procesarlo rápidamente. Tal vez, Susana Montoya y Fernando Albareda sean las víctimas incómodas.
el lado v
Si Fernando Albareda mató a su madre, también hizo algo más. En diciembre pasado, denunció haber sido amenazado con carteles que decían “te vamos a juntar con tu papito” y que la fiscalía considera que él escribió. La mayoría le creyó y muchos sobrevivientes y familiares de desaparecidos, en especial los de mayor edad, se sintieron en peligro. Ahora, hay posiciones distintas entre la militancia en derechos humanos cordobesa. Algunos iluminan su condición de víctima del terrorismo de Estado, sin justificarlo ni avalarlo. Otros creen que ese carácter es insuficiente para explicar el daño, que incluye el crimen de Susana y lo desborda. Y están quienes además señalan que en los años previos Fernando usó su lugar de víctima para adquirir protagonismo; se autocritican por haber sido demasiado tolerantes con formas narcisistas, tal vez por la costumbre de no dar discusiones “entre compañeros”. Ser víctima da derechos, ¿y también responsabilidades?
Ni lxs sobrevivientes ni los hijxs de desaparecidxs eligieron la venganza, y con los años el discurso del movimiento de derechos humanos se asentó en el carril de la moderación. No hubo lugar para el odio público. Apenas algunos desbordes: agresiones callejeras a Alfredo Astiz, bombitas de tinta roja que estallaron contra los frentes de algunas casas. La ficción sí se lo permitió, como en las novelas El entretiempo de María Carman, Quemar el cielo de Mariana Dimópulos, y Hasta que mueras de Raquel Robles, en la que la protagonista persigue también a los colaboracionistas. Hace cuarenta años que la venganza está fuera de las relaciones de causalidad previsibles para explicar la muerte de un integrante del bando de los represores pero sí lo está dentro de las posibilidades para explicar la revictimización de los perseguidos. Por eso, fueron pocos los que dudaron de las amenazas y de la versión que dio Fernando Albareda el día después del crimen. Y su acto ahora funciona como recordatorio de que construir patrones —con la idea de que lo que sucedió antes se va a repetir ahora— ayuda al análisis pero también puede oscurecerlo por completo. Dice alguien que en el último mes atendió a varios periodistas: “Muchos están viendo esta historia como algo vendible, vienen por el guion”. El giro en la trama es de tal magnitud que el true crime se escribe solo.
Un amigo de Fernando alerta: “Hay que tener cuidado con la teoría del monstruo”. Una mujer que lo conoció subraya “el odio que sentía por su mamá”. Los casilleros disponibles no alcanzan. Le toca al Poder Judicial decidir si Fernando Albareda es culpable del homicidio. En ese caso, la pregunta por el significado del crimen de Susana Montoya se agregará a la aún ardiente conversación sobre qué hacemos con lo que los años setenta hicieron con nosotrxs.
