el posneoliberalismo ¿será de derecha o no será?

La victoria de Trump estuvo a la altura de su voracidad: millones de votos nuevos, mayoría en las Cámaras del Congreso y una oposición sin aliento. Lo que asoma es una nueva fase del imperio, en la que no hay lugar para la moderación ni para los antiguos modales del multilaterismo. ¿Qué hay después del fin de la globalización?
Donald Trump pasó de un banquillo de acusados en abril a ser en noviembre el hombre más poderoso del mundo, again. En el medio una bala le rozó la oreja, gritó “fight, fight, fight” con el puño en alto y sangre en la cara, hizo una maratón de actos de campaña y movilizó a casi 77 millones de votantes para volver a convertirse en presidente electo, con mayoría en las dos Cámaras del Congreso, la que no tuvo en su primer mandato. Lo que se llama un regreso triunfal.
Ahora camina por su residencia de Mar-a-Lago convertida en una Casa Blanca ad hoc. Mientras juega al golf, recibe cientos de visitas, conversa con mandatarios y nombra a los funcionarios de su gabinete de halcones leales. Con su nuevo escudero Elon Musk, el hombre más rico del planeta según el ranking 2024 de Forbes, Trump vuelve para cumplir lo que no hizo en su primer mandato. Ahora tiene know how, más poder político y una máxima de las ultraderechas en esta época: apretar el acelerador.
En simultáneo, un hombre nacido en 1942 en Pensilvania se despide del Salón Oval la Casa Blanca. El plan no le salió bien luego de una larga carrera como integrante de la casta iniciada en Delaware. Tuvo que renunciar a su intento de reelección cuando los donantes del Partido Demócrata lo presionaron en vista de su evidente deterioro. Los donantes son la mitad o más de cualquier campaña en Estados Unidos, como mostraron los 1.700 millones de dólares que reunieron para apoyar a Kamala Harris, la vicepresidenta convertida en candidata a tres meses de las elecciones. Pero no funcionó: algunos fracasos políticos no pueden ser revertidos con montañas de dinero, magos de campañas o conejos en la galera.
Un nuevo ciclo político comienza ahora en el imperio. Y no cualquiera. Lo que viene podría ser rupturista, de verdad.
el gran malestar
Las calles de Filadelfia son las de un mundo que se hundió. Acá estuvo el siglo veinte industrial, con residencias para obreros, comodidades de la middle class, fábricas de acero, enormes establecimientos textiles, en una potencia que crecía ante una Europa devastada por dos guerras mundiales. A esas chimeneas humeantes se oponían las factorías de la Unión Soviética, con su influencia en la mitad del globo y disputa por el color que tendría el futuro. China, por ese entonces, peleaba para que cada persona tuviera al menos un plato de arroz.
Ahora las fábricas de Filadelfia están cerradas, de las casitas anglosajonas del norte de la ciudad sale reguetón, en las calles reina una estética de videoclip pandillero, y en el barrio de Kensington deambulan personasdobladas por el efecto del fentanilo, o en busca de su próxima dosis. Tienen la piel, los ojos y la mirada carcomida. En la calle huele a jeringa y a frío. Son cuadras y cuadras. Walking deads, literal.
“La mayor parte son blancos, majority”, dice María Santiago, hija de puertorriqueños. Habla el spanglish tan “like tú sabes”, y atiende en uno de los pocos locales que aún se mantienen abiertos. Esas personas son conocidas como white trash, que significa “basura blanca”, una sociología desconocida en América Latina. Son los hijos de las industrias que cerraron en las grandes ciudades y en el interior profundo. Consumen una droga que nació como analgésico y paraliza los cuerpos: acorde a una economía detenida que duele, antítesis de la cocaína hiperproductiva. Cada fase del capitalismo tiene su narcótico.
En Estados Unidos el capitalismo de grandes chimeneas quedó atrás. Con la desindustrialización comenzó a crecer el gran malestar, la frustración de sentirse un perdedor de la globalización, el lado oscuro del modelo, lejos de las cámaras que se posan en la vanguardista Silicon Valley o la fantástica Manhattan. Trump, millonario y showman, lo entendió primero, y su nuevo vicepresidente y posible sucesor a J.D. Vance es protagonista directo de esa historia que narra en su libro autobiográfico Hillbilly Elegy, una memoria de una familia y una cultura en crisis.
Los demócratas, arquitectos de la globalización, tardaron en ver el elefante en la habitación. Obnubilados por el éxito de los gobiernos de Barack Obama y los winners del neoliberalismo, desconectaron con lo que pasaba abajo. Finalmente y tarde cayeron en la cuenta y cambiaron de discurso al asumir en 2020: “La narrativa básica de Biden era la de la caída de la grandeza de Estados Unidos, que comenzó en la década de 1990, cuando el tejido industrial de la nación comenzó a deshilacharse y la capacidad manufacturera de China aumentó”, dice el economista Adam Tooze, historiador y profesor en Columbia. Es más, el viejo Joe adoptó parte del diagnóstico de Trump y puso en marcha un Make America Great Again con envoltorio verde y liberalismo cultural. Más fábricas, aumento de salarios y menos productos de China, ese gigante que pasó en unas décadas del arroz a la tecnología 5G.
aranceles y fábricas
Las élites de Estados Unidos comparten un consenso en medio de un país que fantasea con la guerra civil: terminó la globalización con centro en Wall Street y Washington D.C. La oda a la deslocalización de empresas y el libre mercado quedó atrás ante la avalancha de productos chinos, desde juguetes y hasta los estratégicos microprocesadores. Trump lanzó la guerra comercial en 2018 con el objetivo de encarecer las importaciones chinas para relanzar la producción nacional. Y Biden continuó con el proteccionismo, al punto de que recaudó más en aranceles que Trump: 144.000 millones contra 89.000 millones, según Tax Foundation.
Pero Trump convirtió su ofensiva contra Pekín, incluyendo al “virus chino”, en una máquina de producir rédito político, mientras los demócratas no lograron el mismo resultado. “La nueva era de la política industrial —de Biden— ha entusiasmado a los think tanks de todo el mundo y, aunque tiene consecuencias reales sobre el terreno, apenas figura en el balance presupuestario y es en gran medida desconocida para el público estadounidense”, dice Tooze. Lo que sí impactó en el electorado, en cambio, fue la inflación y su efecto de cola. Aun cuando bajó a menos del 3% este año, votar con aumentos de precios más altos de lo habitual es una derrota casi asegurada para cualquier oficialismo.
Trump anuncia que vuelve para ir hasta el final de su propósito. Adiós al gradualismo. Así lo indica su promesa de campaña de aumentar todos los aranceles al 10%, 60% para los productos chinos, y sus primeras amenazas una vez electo de subirlos a 25% a México, Canadá, y 100% a países de los BRICS que quieran salirse del monopolio dólar. Política a los arancelazos. ¿Cuánto impactará en la inflación este proteccionismo recargado? ¿Cuál es el riesgo encadenado si la Reserva Federal vuelve a aumentar la tasa de intereses para enfriar el aumento de precios? La bicicleta financiera argentina mira atenta.
Algunos en el entorno de Trump plantean algo más: ir hacia una disociación económica con China en sectores estratégicos. Ya no se trata solo de aranceles, sino de un liso y llano desacople. Como se forzó a Rusia a hacerlo con la Unión Europea a partir de la guerra en Ucrania en 2022, con la avalancha de sanciones o la detonación de los gasoductos Nord Stream I y II. El enfrentamiento debe centrarse ahora en el enemigo principal, China, y no en Ucrania convertida en campo de batalla hace casi tres años..
Por eso el republicano habla de una negociación. Bruselas lo escucha y se agarra la cabeza, por el fin de la guerra, por sus críticas a una Europa que pide mucho, aporta poco y casi no compra productos estadounidenses. Esa Unión Europea es, además, más frágil que durante su primer mandato: sin el Reino Unido, con Alemania resentida económicamente por el aumento del gas, y los socios derechistas de Trump avanzando electoralmente en varios países con discursos de repliegue nacional.
El sueño del mundo sin fronteras para las empresas cambió a un mapa cortado en partes, barreras aduananeras, y donde ya ningún país poderoso cree en la ingeniería multilateral creada post Segunda Guerra Mundial. Globalismo is over.
el partido del sentido común
Nueva York vota demócrata. Demasiado diversa, Torre de Babel hipster, millonaria, Woody Allen, afros pobres del Bronx, latinos de Queens, librerías de Brooklyn, judíos ortodoxos de Williamsburg. Trump tiene acá su famosa Trump Tower a pocas cuadras de Central Park, pero no votos suficientes para destronar a los azules de su bastión. Aunque no le fue mal en la campaña.
Hizo un acto en el Madison Square, en Manhattan, corazón de las finanzas internacionales y de los woke, ese gran enemigo de los republicanos. “Lo woke es todo lo ‘políticamente correcto’ en el ámbito público, incluyendo la academia y el debate político. Más que nada es un término para descalificar el tema de la identidad sexual, versiones ‘críticas’ de la historia, la educación cívica y más. O sea, los liberales y progresistas”, explica David Brooks, corresponsal del medio mexicano La Jornada en Estados Unidos.
Los woke son lo contrario a lo que Trump levanta como gran bandera: el sentido común. “La gente no quiere ver a hombres en deportes femeninos, la gente quiere una frontera donde quienes ingresen vengan legalmente a nuestro país, no quieren que vengan desde cárceles de países de todo el mundo, no quieren vendedores de drogas, pandillas (…) Vamos a detener las mutilaciones sexuales de los niños”, dijo el republicano luego de ganar en un discurso cuya promesa es volver a ser el país perdido. El futuro está en el pasado.
Los woke avanzaron incluso en las Fuerzas Armadas según Trump y sus seguidores. Por eso anticipa una purga encabezada por el nuevo secretario de Defensa, Pete Hegseth, comentarista de Fox News, veterano de Irak y Afganistán, responsable ahora de más de 1.3 millones de militares y 1.4 millones de efectivos de la Guardia Nacional. “La frase más tonta del planeta en el ámbito militar es que nuestra diversidad es nuestra fuerza (…) En primer lugar, hay que despedir al presidente del Estado Mayor conjunto. Cualquier general, almirante, lo que sea, que haya estado involucrado en cualquier asunto de woke tiene que irse”, dijo pocos días antes de las elecciones.
woke y migrantes afuera
La amenaza para los segundos ya no es un muro de más de 3000 kilómetros con México sino la “deportación más grande de la historia de Estados Unidos”, como promete Trump. Y para eso está Kristi Noem, gobernadora reelecta de Carolina del Sur, como secretaria de Seguridad Nacional: “Va a ser una gran operación de deportación, el presidente Trump deportará primero a los inmigrantes ilegales más peligrosos: los asesinos, violadores y otros criminales que Harris y Biden dejaron entrar al país. No pertenecen aquí y no los dejaremos volver”, declaró exultante. No está sola, sino junto a Tom Homan, ahora apodado “zar de la migración”, quien trabajó con Obama y Trump, porque deportar a mansalva es un ejercicio bipartidista, aunque unos disimulen más y otros lo agiten como bandera de campaña.
El gobierno del sentido común que promete Trump tiene un integrante que no mira hacia atrás sino hacia adelante: Elon Musk. Escalar los aranceles contra autos eléctricos chinos puede beneficiar a su empresa Tesla, así como desregular el Estado puede darle más contratos y alcance a su firma SpaceX con el sueño húmedo de privatizar el negocio del espacio. Musk está al frente de esa desregulación en el departamento de Eficiencia Gubernamental, DOGE por sus iniciales, similar a Dogecoin, la criptomoneda con el perrito memero como símbolo donde Musk tiene grandes inversiones. No es el único criptolover del gobierno: Howard Lutnick, nuevo secretario de Comercio, se declara “fan del Bitcoin”. El comunicado del departamento anunció que Musk tendrá la tarea de “desmantelar la burocracia gubernamental, reducir drásticamente el exceso de regulaciones, recortar los gastos superfluos y reestructurar las agencias federales”. Millonarios rearmando el Estado en nombre de las tradiciones de la América de los perdedores de la globalización. Posneoliberalismo neoliberal, y al que no le gusta se jode.
patio trasero
Marco Rubio, hijo de padres cubanos, nació en 1971 en Florida, base de operaciones de la contrarrevolución. Anticastrista desde la cuna, con ganas de revancha de dos generaciones, creció republicano, conservador, fue electo senador, y su macartismo se extendió hacia otros países, en particular Venezuela y Nicaragua. Aunque todo lo que sea de izquierda o progresista le es adverso: “portavoz de asesinos”, le dijo hace solo un año al presidente colombiano Gustavo Petro.
Rubio es ahora el primer latino en llegar a ser secretario de Estado. Su designación anuncia varios lineamientos de lo que vendrá: profundamente antichino, favorable a una negociación para poner fin a la guerra en Ucrania, incondicional con Israel, y con el ojo grande puesto sobre América Latina, donde avanza el enemigo número uno de Estados Unidos, como muestra el recién inaugurado megapuerto de Chancay, en Perú, el más grande del Pacífico Sur, con la presencia de Xi Jinping en la inauguración.
La designación de Rubio augura tiempos de oxígeno político para Javier Milei que ya tuvo su foto en Mar-a-Lago, corrientes políticas como la del bolsonarismo que sueña con volver a gobernar Brasil, el uribismo en Colombia, o quienes anuncian a los cuatro vientos desde Miami un intento de derrocamiento de Nicolás Maduro. Es la hora de los que quieren decapitar izquierdas, usar todas las vías para mantener el poder, y alinearse con Washington dirigido por talibanes.
Otros miran el gabinete de Trump con la preocupación de sus propias fragilidades internas, como Lula da Silva desde Brasilia o Petro desde Bogotá, ambos con elecciones en 2026, y acostumbrados a tener vasos comunicantes con el Departamento de Estado, que podrían romperse. Tal vez haya llegado la hora del fin del vaivén progresista latinoamericano.
El regreso de Trump es el anuncio de profundos cambios en un imperio que busca su lugar en este siglo, amenazado desde afuera, frágil por dentro. Comienza un terreno desconocido, con un presidente recargado que se juega su last dance en un mundo que ya no permite errores. Y decidió ir a fondo.
